martes, 10 de junio de 2014

Jamás me he llevado bien con las cursilerías, con los “te amo” demasiado empalagosos ni con los besos exageradamente apasionados. Nunca me he jactado de ser demostrativa, como un vidrio empañado, a duras penas dejo entrever lo que siento. Mis manos nunca aprendieron el recorrido de una caricia, ni mis labios las palabras precisas para confesar lo feliz que me hace despertar atrapada en la red de tus brazos, ni la sensación de protección que me dan tus piernas cuando abrigan mis pies siempre helados. No me juzgues de insensible porque las lágrimas se mantienen amotinadas detrás de mis parpados. Simplemente debes entender que no soy como todas las demás, que mi cuerpo no está formado por células, sino por palabras, que mi sangre es de tinta, que mis pensamientos son turbios y muchas veces sin sentido. Debes comprender que beso con poemas, que abrazo con versos, que lloro canciones, que rio poesía. Es imperioso que sepas que mis huesos son frases rotas, que mi soledad es una gran hoja en blanco en la que no hay más que dolor, que mi amor es puro, es antiguo, es como los de antes. Que le temo a la noche, que amo la lluvia que escribe sobre la ventana lo que no me atrevo a decir, que el pasto recién cortado me inunda de paz, que en el agua de tu mirada se ahogan mis fantasmas, que soy más amiga de la muerte que de la vida, que sé mucho de penas, que a veces supuro olvidos. Debes ser consciente que mi tiempo no es el de los relojes, que me escondo detrás de un escudo de altanería para que nadie borre lo poco de esencia que me queda, que no se mucho de felicidad, que soy muy mala aprendiz… Pero sobre todo (y a pesar de todo), tienes que estar convencido de que te amo, y que a diario me esfuerzo por, al menos, insinuarlo.

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