Amar a una mujer es una profesión que muy pocos ejercen. Es la más bella de todas las artes. La más excelsa y soberbia de las expresiones. Es un acto desinteresado; un juramento inquebrantable. Es un proyecto de vida, y es también un proyecto de muerte. Es el más sagrado de los pecados, la enfermedad más saludable, el más dulce de los sueños, el poema más hermoso y la más absoluta de las verdades.
Para amar a una mujer no existe libro, ni manual, ni instructivo, ni guía paso a paso. No hay escuela del amor donde se enseñe la anatomía de un beso, la forma de los abrazos, la clasificación de las caricias según la presión de la mano sobre el cuerpo, o como tocar a una mujer en lo oscuro y hacerla sentir que navega por el universo.
Amar a una mujer es un trabajo de tiempo completo; una jornada que da inicio con la mirada, se desempeña con las manos, se labora con el cuerpo, se ejecuta con los labios y se termina sobre la cama. Es un juego interminable donde nadie pierde; una batalla sin fin donde ambos ganan.
Para amar a una mujer no existen modos ni maneras. No hay ley, ni decreto, ni axioma, ni ecuación, ni fórmula infalible que indique como quererla. No existe un secreto ancestral que revele la clave de cómo amarla o entenderla. No hay forma correcta, ni tampoco incorrecta.
Amar a una mujer es un acto religioso, una entrega constante de fe ciega. Es elogiar a la naturaleza y agradecerle por su obra más soberbia. Es purgarse el alma de toda lacra, sanar el corazón de todo achaque. Es una comunión infinita con su cuerpo. Es hacer su voluntad en cada encuentro. Es predicar su doctrina con cada beso y llevar a cabo su palabra todas las noches.
Amar a una mujer es ir por el mundo vestido de ilusión incierta, de incertidumbre continua, de pasión surrealista. Es someter nuestra existencia a esa voz, a ese canto, que de tanto cantar, nos lleva
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