Matando nuestros sueños
El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo. Las personas más ocupadas que he conocido en la vida siempre tenían tiempo para todo. Las que nada hacían estaban siempre cansadas, no conseguían realizar el poco trabajo que tenían y se quejaban constantemente de que el día era demasiado corto. En realidad, tenían miedo de enfrentarse con el Buen Combate.
El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no queremos ver la vida como una gran aventura para ser vivida. Comenzamos a creernos sabios, justos y correctos en lo poco que le pedimos a la vida. Miramos más allá de las murallas de nuestra cotidianidad y oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, el olor del sudor y de la pólvora, las grandes caídas y las miradas sedientas de conquista de los guerreros. Pero nunca sentimos la alegría, la inmensa alegría presente en el corazón de quien está luchando, porque para ellos no importan ni la victoria ni la derrota, importa sólo participar del Buen Combate.
Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la paz. La vida se convierte en una tarde de domingo y ya no nos pide grandes cosas, ni exige más de lo que queremos dar. Entonces creemos que somos maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia y alcanzamos nuestra realización personal y profesional. Nos sorprende cuando alguien de nuestra edad dice que aún quiere esto o aquello de la vida. Pero en realidad, en lo más profundo de nuestro corazón, sabemos que lo que sucede es que renunciamos a luchar por nuestros sueños, a librar el Buen Combate.
Cuando renunciamos a nuestros sueños y encontramos la paz, tenemos un pequeño periodo de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a pudrirse dentro de nosotros e infectan todo el ambiente en que vivimos.
Comenzamos a ser crueles con los que nos rodean y, finalmente, dirigimos esa crueldad contra nosotros. Surgen las enfermedades y las psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate —la decepción y la derrota— se convierte en el único legado de nuestra cobardía. Y un bello día, los sueños muertos y podridos vuelven el aire difícil de respirar y comenzamos a desear la muerte, la muerte que nos libera de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de aquella terrible paz de las tardes de domingo.
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